La marcha de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) se ha convertido en un desafío central para la administración de Claudia Sheinbaum. Lo que inicialmente se percibía como un descontento específico relacionado con la modificación a los beneficios pensionarios del sector docente ha evolucionado en un enfrentamiento político más amplio, que prueba la habilidad del gobierno para manejar las manifestaciones ciudadanas sin recurrir a la fuerza, pero sin dejar de mantener el orden institucional.
Un movimiento estratégico y organizado
Desde el punto de vista de la teoría política, este fenómeno puede examinarse a través de las ideas de Charles Tilly, Sidney Tarrow y Albert Hirschman. Según Tilly, las protestas son acciones planificadas, no espontáneas, que requieren de recursos organizativos y experiencia previa. La CNTE, con décadas de trayectoria, representa un actor con amplio conocimiento de las tácticas de movilización y negociación.
La visión de Tarrow añade otra perspectiva: los movimientos sociales se fortalecen cuando identifican oportunidades políticas favorables. En este caso, el contexto —una presidenta recién asumida, con apoyo parlamentario pero en fase de consolidación— representa una apertura para exigir cambios. La cancelación de la propuesta sobre pensiones no apaciguó el descontento, sino que fue interpretada por el gremio docente como una señal de debilidad, lo que amplió su lista de peticiones: derogar la Ley del ISSSTE de 2007, eliminar por completo la reforma educativa de 2019, aumentar los salarios en un 100 %, reincorporar a maestros despedidos y garantizar justicia sindical.
El dilema entre diálogo y control
El gobierno enfrenta un escenario complejo. Por un lado, la represión no está en sus opciones: Sheinbaum ha enfatizado que no se empleará la fuerza pública. Sin embargo, esto reduce sus herramientas para contener un movimiento que ha intensificado su presión con bloqueos en zonas clave de la capital, la ocupación de instalaciones oficiales y advertencias de afectar procesos electorales.
Por otro lado, el Ejecutivo cuenta con mayoría legislativa suficiente para impulsar modificaciones legales, lo que centra la responsabilidad en la presidenta para decidir hasta qué punto puede ceder sin comprometer su autoridad o generar nuevas expectativas en otros sectores.
El costo social y simbólico
El conflicto ha generado descontento en sectores como el comercio y la población en general, que empiezan a mostrar preocupación por la prolongación del disturbio. Aunque la CNTE insiste en un encuentro directo con la mandataria, este no se ha concretado, situación que aumenta la tensión política.
Esta situación no solo representa un desafío operativo, sino un problema de representación. Para el nuevo gobierno, la CNTE es a la vez un aliado histórico y una amenaza. Su poder de presión plantea un dilema: si se acceden a sus demandas, se refuerza la idea de que las movilizaciones son una herramienta efectiva para obtener concesiones; si se rechazan, se arriesga una ruptura con un grupo clave y se proyecta una imagen de inflexibilidad.
“La movilización de la CNTE ha dejado de ser un conflicto educativo o gremial para convertirse en un dilema político de primer orden: obliga al gobierno a elegir entre sostener su autoridad institucional o responder a una voz social que, aunque sus demandas puedan ser legitimas, también desafía los límites de la legalidad, la gobernabilidad y la paciencia ciudadana”